13.7.05

Como siempre, Gerardo es un visionario. Suscribo sus palabras...

COMO DIRIA HADELMAN

LA GUERRA INTERMINABLE

Ocurrió lo que tenía que ocurrir, lo que todos teníamos que haber sabido que iba a ocurrir. Somos los primeros habitantes de un mundo sin sentido y somos los últimos responsables de que el mundo haya perdido ese sentido.
Cientos, miles, quizás millones de personas se congelaron ante el horror de ver cadáveres salir del metro; de contemplar los cuerpos calcinados expulsados de los autobuses en llamas. Cientos, miles quizás millones de personas recordaron por un instante lo que significa la palabra Guerra.
Eran los mismos cientos, miles, quizás millones de personas que horas antes habían utilizado la magia del mando a distancia para huir de las calles de Bagdad, para escapar de las junglas de Colombia, de los desiertos de Cisjordania o de las yermas praderas de Sudán.
¿Qué hace más horrorosas y atroces las muertes de los londinenses que las de los bagdadíes, los colombianos, los palestinos o los sudaneses?
Ciertamente no el hecho de que sean inocentes, pues todos somos inocentes de las guerras de otros, de las decisiones de los políticos y los líderes. Hasta el más aguerrido de los soldados era un civil un segundo antes de vestirse de caqui, de verde, de azul, de pardo o de cualquiera que sea el color de su uniforme.
Lo que hace atroz y terrorífico lo sucedido en Londres; lo que hace que nos paremos anonadados ante el televisor, observando con estupor como la guerra llega a nuestras playas, es el hecho de que nos hace recordar.
Vivimos en una sociedad, hemos creado una forma de vida que no recuerda y creemos que la falsa seguridad que no otorga esa falta de memoria nos da felicidad.
Creemos que porque nosotros ya no matamos por nuestros dioses otros no están dispuestos a hacerlo; creemos que porque nosotros no cumplimos ni nuestras promesas ni nuestras amenazas otros no están dispuestos a cumplirlas; creemos que porque, como diría el poeta, hemos encontrado formas de masacrar sofisticadas y a la vez convincentes, otros va a utilizar los mismos métodos quirúrgicos y ciertamente indoloros para la población en general.
Pero eso no ocurre y la realidad nos vuelve a asaltar en forma de explosión, con la horrible cara del atentado que nos recuerda que en la guerra moderna vale todo. Que no estamos a salvo.
Londres como antes Madrid y probablemente después Roma o Washington no han sufrido el ciego azote del terrorismo. Han experimentado lo que sólo puede calificarse como un salvaje y despiadado contraataque.
Cientos, miles, quizás millones de personas se manifestaron hace ya años contra la guerra. Probablemente algunas de las que murieron en Londres y en Madrid lo hicieron. Pero la guerra sigue. La guerra no ha acabado porque haya salido de nuestras calles, de nuestras pancartas o de nuestras pantallas. La guerra no ha acabado porque no puede acabar.
Los muertos no son responsables, no eran culpables. Tenemos que seguir repitiéndonos eso porque si ellos tenían alguna responsabilidad, por pequeña que sea, la compartirían con todos y cada uno de nosotros. Eso es algo con lo que no podemos vivir, con lo que no queremos vivir.
Los hijos mas locos y radicales del Islam han tomado a su dios como excusa para responder con actos de violencia a una guerra que no empezaron ellos. Eso es lo que convierte el ciclo de la sangre en algo imparable.
No me refiero a la guerra de Irak, ni a la de Afganistán, ni a la de los Territorios Palestinos. Ni a ninguno de los conflictos que asolan África o desangran Latinoamérica. Me refiero a la Guerra, La Guerra con mayúsculas.
La guerra que empezó cuando el 30 por ciento de la población del mundo comenzó a gastar y malgastar el 80 por ciento de la riqueza del planeta. Me refiero al conflicto que se inició cuando organizamos una sociedad en torno a combustibles fósiles de los que carecíamos, una tecnología basada en semiconductores que no poseíamos y una alimentación basada en productos que no producíamos.
Me refiero a la guerra por la cual cada día mueren 108.000 personas a causa del hambre y la desnutrición mientras nosotros tiramos un café porque está aguado o nos deshacemos de la fruta porque la hemos dejado pudrirse en la nevera. Me refiero a esa guerra que hace del SIDA una plaga en África simplemente porque no es rentable venderle el retrovirus a los que no pueden pagarlo.
Me refiero a la guerra que empezó cuando nosotros perdimos la memoria. Cuando nosotros creímos que nadie muere de gripe porque nosotros no lo hacemos; cuando creímos que nadie muere en un parto porque nosotros no lo hacemos; que todo el mundo llega a viejo porque nosotros lo hacemos.
Esa es la guerra que no puede acabar y de la que Irak, Nueva York, Bogotá, Gaza, Londres, Mogadiscio o Madrid son sólo escaramuzas.
No es mas horrible la muerte de un londinense o de un madrileño que de un irakí o de un colombiano. Simplemente nos hace recordar que el salvajismo de la guerra es un boomengang que siempre vuelve.
No podemos usar ningún argumento en contra de lo ocurrido.
¿Muerte de civiles? Nosotros arrasamos Guernika, Hamburgo, Londres y París. Nosotros masacramos a la población civil de Madrid, de Montecasino o de Dusseldorf en las últimas de nuestras guerras. Occidente inventó el ataque indiscriminado contra la población civil.
¿Terror en las calles? La mitad de nuestros héroes de la Independencia realizaron su guerra en las calles. La mayoría de nuestras revoluciones sembraron las calles de terror y de cadáveres y hoy se las celebra como actos de lucha por la libertad. Occidente inventó la guerra callejera.
¿Locura religiosa? Ningún dios, aunque exista, se engrandece con la sangre. Pero hasta eso lo inventamos nosotros, aunque ya no lo practiquemos.
Todo lo que hagan contra nosotros lo hemos inventado nosotros mismos.
Y ese horror que ahora nos asalta no es otra cosa que el recordatorio de que algo hemos estado haciendo mal durante demasiado tiempo. De que no hemos llevado nuestra propia experiencia de dolor y de llanto allá donde hemos ido; de que no nos hemos preocupado de dar a aquellos a los que quitábamos y de pagar por lo que nos llevábamos.
Cada bomba que estalla por obra de los locos del último Jihad es el recordatorio de que empezamos una guerra como lo hace todo occidente: sin tener ni la más remota idea de cómo concluirla.
Y todo esto no da razón a los que matan. Ninguno de ellos tiene derecho a hacer lo que hace, pero nosotros no somos quienes para hablar de muertes indebidas. Somos una generación que ha leído la guerra en los libros mientras más de la mitad del mundo la sufría en sus carnes. No tenemos capacidad de reacción.
Hoy nuestro horror es el reconocimiento palpable de que la guerra no es algo que exista solamente por debajo del Trópico de Cáncer y al este del paralelo 49. El horror de la guerra que empezaron nuestros bisabuelos ha llegado al patio trasero de nuestras casas.
Si queremos acabar con esto, si queremos poner fin a la locura que responde con bombas a la otra locura que ataca con hambre y con miseria, creo que sólo nos queda un camino. Tendremos que ser muchos y estar dispuestos a perder mucho. Sólo hay una forma de acabar con la guerra: La Paz.
Cualquier victoria, por rotunda que parezca, por duradera que se antoje, no hace otra cosa que enquistar la guerra, la muerte y el sufrimiento. La victoria no es el camino, la derrota tampoco. Tan sólo la Paz.
Y la paz no llega porque nos exige a nosotros, los occidentales inocentes que abrimos la boca muda ante la barbarie de las bombas de Londres, renunciar a muchas cosas. La paz nos exigiría pagar precios justos, nos exigiría consumir exclusivamente el 30 por ciento de la riqueza del mundo y nos exigía dejar de ser lo que somos a costa de otros. Para eso no hay cientos, ni miles, ni, por supuesto, millones de personas dispuestas.
Ver morir a gente en los vagones de un metro es una muestra mas de que nuestra locura ha contagiado a otros. El sin sentido de tamaño acto de barbarie no me deja sin voz, me deja sin lágrimas.
Lo que me aterroriza, lo que me deja sumido en el mas atronador de los silencios del horror, es descubrir que la última esperanza de paz para este mundo se diluye con el paso del tiempo. Es darme cuenta de que aquellos que disponían de la razón de su parte han optado por perderla ahogada en sangre y en violencia.
El Horror de Londres es descubrir que ni siquiera aquellos que fueron nuestras víctimas y hoy son nuestros enemigos son más inteligentes que nosotros.